jueves, septiembre 6

Trígona: un poema y tres cuentos de la muerte, y la vida que deja regada



Trígona: un poema y tres cuentos de la muerte, y la vida que deja regada


Yo sé de un corazón

Al Sisa, que por ahí vuela
desmintiendo a la gran nada

Yo sé de un corazón
que no cuestiona
si el riesgo de soñar
es demasiado
que parte desde abajo
hacia la tierra
volviendo un poco humano
lo sagrado


Yo se de un corazón
que no es de piedra
que lleva en su mochila
una pregunta
y un sol y una alegría
y una fuerza
que rabia, que contagia
que nos junta


Yo se de un corazón
que, tan inmenso
no pudo ni esconderse
de su suerte
que en vida descubrió
sin proponerse
la fórmula ideal
contra la muerte

Yo se de un corazón
y entonces canto
que el fuego ha de durar
si no se olvida
lo simple del amor
lo insobornable
la fugaz incertidumbre
de la vida

yo se de un corazón
y es una dicha
y una forma de vencer
la noche fría
que responda desde el polvo
a la pregunta
¿lates corazón?
si, todavía.



I
La muerte contiene propiedades asombrosas, para los vivos. Ya lo había yo aprendido años atrás cuando la muerte de Alejandra –tan súbita como inexplicable- vino acompañada con la estúpida, insoportable y al mismo tiempo extraordinaria certeza de que a ella la había amado más que a ninguna otra. Muchos de nuestros amigos, aún los más cercanos nunca comprendieron del todo cómo esa muerte pudo afectarme tanto, entre otras cosas porque nunca estuvimos juntos y sin embargo, hasta el día de su muerte, no había yo advertido lo mucho que disfrutaba de ese amor a la espera, esa maravilla pospuesta como casi todos los grandes planes de la vida. 

Con el tiempo me acostumbre a no pensar en ella. O a recordarla en momentos aleatorios del año, más como una forma de probarme a mi mismo que, pese a todo, estaba ahí. Agazapada detrás de las historias que se habían acumulado en diez años de ausencia. De alguna forma aprendí a sentirme a gusto con el recuerdo. Nunca he sido alguien que garantice una conversación nostálgica. Recuerdo poco y lo hago a propósito. Por otra parte imagino mucho, a menudo demasiado, como si mi memoria hubiese sido diseñada para proyectarse y no para guardar. Tal vez por eso Alejandra se quedó ahí. A medio camino entre lo que fue y lo que no.

En esas cosas pensaba cuando mi hija supo de ella. Hace poco, cuando la Amanda jugaba a revolcarse entre mis cosas y a desordenar mis libros y mis notas (concesiones que yo aceptaba gustoso porque nunca había conocido a un niño de esta generación que haya preferido aprender los colores básicos en un papel y no en una pantalla) -¿Quién es?- me preguntó, clavando la mirada en mi brazo enroscado alrededor de la cintura de esa mujer casi adolescente que sonreía a la cámara y sostenía en su mano un cigarrillo. –Alejandra- le respondí, con un desagradable nudo de corbata instalado adentro de mi garganta, -una amiga de hace tiempo…-.  Amanda, que conocía a todos y cada uno de mis amigos, amigas y amantes,  y que siempre estaba increíblemente informada sobre sus novedades y detalles íntimos, miró la foto con mayor detenimiento. Con sus manos pequeñas, acercó la fotografía hasta que su nariz rozó con el papel, y la alejó hasta donde alcanzaban sus brazos. Su genuina seriedad contrastaba con lo cómico de la escena. Finalmente, colocó la fotografía boca abajo sobre la colcha y me preguntó, así, sin inocencia: -¿por qué se murió?-.

-No tengo idea- le respondí de inmediato, sin darle tiempo a la mentira.



II

Mi padre me visita en sueños. Pero no puedo hablarle, no hay manera de reconocerlo entre esa multitud de gente y sombras que me visitan. Además nunca lo conocí, y la única referencia posible que tengo de él soy yo mismo, pero supongo que en el sueño mi arrogancia se brinda una tregua y no me interesa buscar, entre tantos rostros, el mío. De cualquier forma sé que me visita porque los otros me hablan de él. Me cuentan de su vergüenza, de su miedo a presentarse, de la angustia que le causan mis reacciones posibles. –Tu indiferencia es lo que mas le aterra- me comenta el Daniel, que tampoco lo conoció en vida pero que en muerte ha encontrado en mi padre una pareja perfecta para las infinitas sesiones de baraja con las que los difuntos olvidan por instantes que la nada es eterna y transparente y aburrida.

Yo por mi parte no sabría que decirle, y desde hace algunas noches procuro no abrir la puerta a nadie, no sea que finalmente mi padre tome el coraje de entrar y ponerse al día conmigo sobre política, mujeres y fútbol. Esas cosas que, dicen, tanto nos gustan a los dos.



III

Cuando Amanda murió, dejó de llover. Habían sido 7 meses de lluvia intercalada con poquísimos dias de un cielo seco, pero sin sol. Aquella tarde el doctor entró a la habitación mirando al piso y su rostro se adelantó a sus palabras. Yo sentí que en algún lugar de mi espalda alguien había abierto una zanja por donde mi cuerpo entero se escapaba, abandonándome. Natalia en cambio, renunció a pensar en la esperanza como una promesa, y rechazó por completo la idea de aceptarla como una necesidad. Yo no podía culparla. Una madre que pierde a su hija, de pronto se reviste de una invisible y al mismo tiempo impenetrable capa de solemnidad y tristeza. No necesita de poses ni de explicaciones. La tristeza de Natalia era tan natural y fantástica y contagiosa como tiempo atrás había sido su alegría.

Durante las primeras semanas ella se negó con calma a salir de la casa. Nunca un arrebato desesperado. Nunca un llanto febril. Por el contrario, aprendió a llorar casi sin darse cuenta. Lloraba al dormirse, lloraba al bañarse, lloraba al abrir la puerta del microondas, a la hora de secar la ropa, a la hora de alimentar al gato. Lloraba en silencio, apretando levemente su labio inferior.

Cuando finalmente accedió a salir –debido, en parte a que mi desesperación era directamente proporcional a su apenada serenidad- caminamos durante varios minutos sin mirarnos, tomados casi imperceptiblemente de las manos pero sin soltarnos. El sol nos golpeaba con fuerza, volteé para pedirle un pañuelo y noté sus mejillas encendidas, y su mirada firme, insobornable, ganándole la batalla al dolor inmenso. –Ya estoy harta de este sol de mierda- me dijo con rabia mientras apretaba con fuerza mi mano. –…quiero lluvia-.

No dije nada, la abracé por detrás, colocando mis manos a la altura de su ombligo y miré al cielo. Las primeras nubes ya se habían acercado.

0 opiniones, y tu?:

Seguidores

Blogger templates

Blogger templates

Blogroll


Popular Posts