Trígona: un poema y tres cuentos de la muerte, y la vida
que deja regada
Yo sé de un corazón
Al Sisa, que por ahí vuela
desmintiendo a la gran nada
Yo sé de un corazón
que no cuestiona
si el riesgo de
soñar
es demasiado
que parte desde
abajo
hacia la tierra
volviendo un poco
humano
lo sagrado
Yo se de un corazón
que no es de piedra
que lleva en su
mochila
una pregunta
y un sol y una
alegría
y una fuerza
que rabia, que
contagia
que nos junta
Yo se de un corazón
que, tan inmenso
no pudo ni
esconderse
de su suerte
que en vida descubrió
sin proponerse
la fórmula ideal
contra la muerte
Yo se de un corazón
y entonces canto
que el fuego ha de
durar
si no se olvida
lo simple del amor
lo insobornable
la fugaz
incertidumbre
de la vida
yo se de un corazón
y es una dicha
y una forma de vencer
la noche fría
que responda desde
el polvo
a la pregunta
¿lates corazón?
si, todavía.
I
La muerte contiene
propiedades asombrosas, para los vivos. Ya lo había yo aprendido años atrás
cuando la muerte de Alejandra –tan súbita como inexplicable- vino acompañada
con la estúpida, insoportable y al mismo tiempo extraordinaria certeza de que a
ella la había amado más que a ninguna otra. Muchos de nuestros amigos, aún los más
cercanos nunca comprendieron del todo cómo esa muerte pudo afectarme tanto,
entre otras cosas porque nunca estuvimos juntos y sin embargo, hasta el día de
su muerte, no había yo advertido lo mucho que disfrutaba de ese amor a la
espera, esa maravilla pospuesta como casi todos los grandes planes de la
vida.
Con el tiempo me
acostumbre a no pensar en ella. O a recordarla en momentos aleatorios del año, más
como una forma de probarme a mi mismo que, pese a todo, estaba ahí. Agazapada
detrás de las historias que se habían acumulado en diez años de ausencia. De
alguna forma aprendí a sentirme a gusto con el recuerdo. Nunca he sido alguien
que garantice una conversación nostálgica. Recuerdo poco y lo hago a propósito.
Por otra parte imagino mucho, a menudo demasiado, como si mi memoria hubiese
sido diseñada para proyectarse y no para guardar. Tal vez por eso Alejandra se
quedó ahí. A medio camino entre lo que fue y lo que no.
En esas cosas
pensaba cuando mi hija supo de ella. Hace poco, cuando la Amanda jugaba a
revolcarse entre mis cosas y a desordenar mis libros y mis notas (concesiones
que yo aceptaba gustoso porque nunca había conocido a un niño de esta
generación que haya preferido aprender los colores básicos en un papel y no en
una pantalla) -¿Quién es?- me preguntó, clavando la mirada en mi brazo
enroscado alrededor de la cintura de esa mujer casi adolescente que sonreía a
la cámara y sostenía en su mano un cigarrillo. –Alejandra- le respondí, con un
desagradable nudo de corbata instalado adentro de mi garganta, -una amiga de
hace tiempo…-. Amanda, que conocía a
todos y cada uno de mis amigos, amigas y amantes, y que siempre estaba increíblemente informada
sobre sus novedades y detalles íntimos, miró la foto con mayor detenimiento.
Con sus manos pequeñas, acercó la fotografía hasta que su nariz rozó con el
papel, y la alejó hasta donde alcanzaban sus brazos. Su genuina seriedad
contrastaba con lo cómico de la escena. Finalmente, colocó la fotografía boca
abajo sobre la colcha y me preguntó, así, sin inocencia: -¿por qué se murió?-.
-No tengo idea- le
respondí de inmediato, sin darle tiempo a la mentira.
II
Mi padre me visita en
sueños. Pero no puedo hablarle, no hay manera de reconocerlo entre esa multitud
de gente y sombras que me visitan. Además nunca lo conocí, y la única
referencia posible que tengo de él soy yo mismo, pero supongo que en el sueño
mi arrogancia se brinda una tregua y no me interesa buscar, entre tantos rostros,
el mío. De cualquier forma sé que me visita porque los otros me hablan de él.
Me cuentan de su vergüenza, de su miedo a presentarse, de la angustia que le
causan mis reacciones posibles. –Tu indiferencia es lo que mas le aterra- me
comenta el Daniel, que tampoco lo conoció en vida pero que en muerte ha
encontrado en mi padre una pareja perfecta para las infinitas sesiones de
baraja con las que los difuntos olvidan por instantes que la nada es eterna y
transparente y aburrida.
Yo por mi parte no
sabría que decirle, y desde hace algunas noches procuro no abrir la puerta a
nadie, no sea que finalmente mi padre tome el coraje de entrar y ponerse al día
conmigo sobre política, mujeres y fútbol. Esas cosas que, dicen, tanto nos
gustan a los dos.
III
Cuando Amanda murió,
dejó de llover. Habían sido 7 meses de lluvia intercalada con poquísimos dias
de un cielo seco, pero sin sol. Aquella tarde el doctor entró a la habitación
mirando al piso y su rostro se adelantó a sus palabras. Yo sentí que en algún
lugar de mi espalda alguien había abierto una zanja por donde mi cuerpo entero
se escapaba, abandonándome. Natalia en cambio, renunció a pensar en la
esperanza como una promesa, y rechazó por completo la idea de aceptarla como
una necesidad. Yo no podía culparla. Una madre que pierde a su hija, de pronto
se reviste de una invisible y al mismo tiempo impenetrable capa de solemnidad y
tristeza. No necesita de poses ni de explicaciones. La tristeza de Natalia era
tan natural y fantástica y contagiosa como tiempo atrás había sido su alegría.
Durante las
primeras semanas ella se negó con calma a salir de la casa. Nunca un arrebato
desesperado. Nunca un llanto febril. Por el contrario, aprendió a llorar casi
sin darse cuenta. Lloraba al dormirse, lloraba al bañarse, lloraba al abrir la
puerta del microondas, a la hora de secar la ropa, a la hora de alimentar al
gato. Lloraba en silencio, apretando levemente su labio inferior.
Cuando finalmente
accedió a salir –debido, en parte a que mi desesperación era directamente proporcional
a su apenada serenidad- caminamos durante varios minutos sin mirarnos, tomados
casi imperceptiblemente de las manos pero sin soltarnos. El sol nos golpeaba
con fuerza, volteé para pedirle un pañuelo y noté sus mejillas encendidas, y su
mirada firme, insobornable, ganándole la batalla al dolor inmenso. –Ya estoy
harta de este sol de mierda- me dijo con rabia mientras apretaba con fuerza mi
mano. –…quiero lluvia-.
No dije nada, la
abracé por detrás, colocando mis manos a la altura de su ombligo y miré al
cielo. Las primeras nubes ya se habían acercado.
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