De todas formas eso de amar tiene tantas cualidades de concilio absurdo, de improbable acercamiento. Yo conocí el amor de los abuelos y pensé que nada podía superarlo. Pero tampoco ellos, en sus seniles reproches, se han acercado, ni siquiera han intentado voltear el signo de la locura que acompaña cada abrazo. Ese tierno vendaval de rutina también es el amor, pero no lo que yo busco. Algo mas se esconde detrás de los arrabales. A veces pienso que es una milenaria forma de adormecer. Morfina existencial, dentelladas de una bestia que no asiste a los funerales de sus víctimas. Lo trascendental es otra cosa. Enamorarse de lo que muestra y de lo que guarda. Es decir enamorarse de la figura asible con las manos, respirable, acariciable, penetrable; pero también enamorarse de su sombra, inequívoca y tan real como su peor cariño. De esa manera, si el cuerpo falta, llámemoslo nostalgia o torpeza uno no puede escapar de aquella sombra. De las miles y miles de probabilidades no contrastadas. De tantos descubrimientos pendientes. Porque el buen amor nunca se muestra de cuerpo entero. Nunca ha de entregar toda su presencia. A lo sumo nos ha de deslumbrar con su incandescente promesa de existir y solo eso.
Cansa, enfurece, maravilla, repugna... Si, el buen amor lo provoca todo. No se queda inerte en su neutralidad. No levanta solamente los estandartes de la paz. No acaricia las entrañas con el suave toque de sus dedos. Las revuelve, las impregna para siempre de la duda (que también es el amor) y cuando uno piensa que no puede llegar mas lejos. Que esa marca de fuego es la última frontera posible, nos desmiente con fervor. Va mas alla de nuestro orgullo, y mucho mas allá de nuestra esperanza. Tal vez por eso la gente no lo reconoce. No lo resiste. Se acostumbra a quedarse cerca de otros placebos similares pero menos complejos. Pocos serán quienes se adentren en su viaje. Y valdrá la pena.
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