Hoy el cuerpo exige que lo apaguen. Cada noche está envuelta en el papel periódico de lo impredecible. No sé cuando comenzaré a acostumbrarme a este lastre en las rodillas. No sé cómo voy a encontrar esa ruta inexistente de la quietud y/o relajación con la que tanto especulan quienes desde la forzada y solidaria sabiduría me convidan a visitar. Anoche sin ir mas lejos, el corazón se sumó al quilombo. Todo empieza cuando los huesos son penetrados por minúsculos demonios que taladran y taladran hasta el tuétano. Y una vez ahí dentro danzan, se aman o se pelean pero no se quedan quietos. Entonces uno siente que los huesos ya no le pertenecen. Que eran solamente trozos blancos de calcio prestado y que sus verdaderos dueños han regresado a reclamarlos. Uno los convoca y no llegan, uno trata de obligarlos y no escuchan. Es un cansancio que duele, pero en realidad el dolor, como expresión, se queda corto. Incluso si lo sumara con algún superlativo: dolorosísimo; redolor; súperdolor... de cualquier forma se queda corto. Esa palabra ya no me dice nada. Es extraño descubrir que el umbral del dolor es móvil y variable. Nunca terminamos de visitarlo. Sobre todo porque en el momento en el que creo haber encontrado la punta del ovillo, y respiro con pausa para que los huesos no alboroten, de la nada mi cabeza comienza a palpitar, como si todas las nubes negras del mar habitaran mi cráneo y descargaran con furia su tormenta. Siento los rayos cortando cada pensamiento. Y como si eso no fuera suficiente, de algún extraño banco de suplencia sale mi estómago a la cancha, reventado, con la exacta sensación de una patada permanente. Esperaría que entre ellos se anulen. Que cumplan con Heisenberg y hagan honor a su incertidumbre, pero no. Por el contrario se juntan, se fortalecen, y atacan de forma extraordinariamente coordinada. Anoche sin ir mas lejos, ya lo dije, se sumó el corazón, para completar el cuadro, para que no quede un solo órgano sin participar de la tortura. El doctor dice que a veces ocurre. Y ocurre.
Mientras duele no me queda mucha imaginación para pensar. Y en los pocos espacios que intercalan entre un espasmo y el siguiente no me quedan muchas ganas de pensar. Sin embargo, luego de la batalla. Antes de la siguiente dosis, cuando mis brazos son dos globos desinflados y ridículos y el resto de mi cuerpo es algo así como un espantapájaros que respira, tengo que pensar y pienso. Tengo que poner en orden todos los colores. Ya no para tratar de encontrar una razón, porque no existen. Si el dolor debe venir que venga, que sea. La vida no es ni de lejos lo que Dios quiso que fuera cuando la soñó. Uno no tiene lo que merece, ni lo que desea, ni siquiera lo que compra. Uno tiene lo que tiene. Y entender eso cuesta mucho. Pero no me habita ningún gurú. Nunca haré de estos días una excusa de reflexología ni de ego moderado. No alcanzo a comprender lo que no comprendo, y me basta. Pero aprendo poco a poco a valorar lo invaluable. Pese al dolor quedan razones para seguir sintiendo. Todavía queda un márgen de humanidad que me motiva. No jugaré a ser el mártir. Si duele me quejaré, lloraré y seguiré al dia siguiente, hasta que poco a poco vaya pasando. Y pasará solamente, sin dejar huellas de carbón. Sin que lleguen predicadores a convencerme de que todo esto es una estrategia mística para el convencimiento de una fe perdida. Hay cosas mas profundas, mucho mas profundas que el dolor para transformar el mundo. Por eso abro los brazos de quienes vistito y me visitan, para que sepan que no estoy ni están por causa de la lástima o de la preocupación clínica. Si están. Si estoy. Es por el cariño, con o sin fantasmas que roen los huesos, estaría de cualquier forma. Hay que ser consecuentes con lo que sentimos. Por eso creo en ella
Pero creer en ella, significa también que sigo creyendo en lo imposible. Creer en ella es creer en algo más que la buena utopía o que el inseguro Dios cristiano. Creerla es una revelación de lo mejor que llevo dentro. Y tal vez no sea poco si todas las mañanas la imagino en el futuro entre mis brazos, con la madre mirándonos a través de las cortinas. Ella dormida como un buen augurio. Yo cansado, ojeroso, bostezando y tan feliz como un niño en la pradera. Creer en ella, significa también creer en mi. Convencerme de que todo esto es pasajero. De que cuando llegue estaremos listos. De que habremos sepultado hasta el último de nuestros egos absurdos, que nos obligan a seguir dependiendo del funesto caos. Cuando ella llegue, lo que importará será el amor. El buen amor. El único capaz de crear vida, de ser un poquito parecidos a los dioses. Ya las máscaras caeran, ya solo podremos pertenecer a la real orilla. Amar es estar. Tan solo, aunque saque de quicio a los excepticos. Aunque los siniestros mercaderes de este tiempo nos vendan malas nuevas como regalo cotidiano. No importa. Creer en ella es creer en el mundo. Habitarlo, sumarse al enigma, contaminar de esperanza, regresar a la alegría, compartir el dolor, y quedarse, sobre todo.
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