El niño que baja por el recién acumulado abismo no sabe a donde va a caer. No tiene muchas opciones. Puede aferrarse al viento con la premisa de que tal vez él se apiade y lo recoja; puede improvisar un paracaídas con los retazos de su camisa aún a sabiendas de que se romperá y no servirá de nada y de que tal vez no pueda dormir (aún cayendo); puede cerrar los ojos; puede dejarse llevar...
Al niño le aburren, a estas alturas, las etiquetas y las descripciones. Está tan acostumbrado a las recetas que no se inmuta. Pero se mira las manos y se alegra enormemente de encontrar todavía una mancha, o una vena que no había notado. O sale a la ventana y observa todo, imaginando cómo serían las cosas si se salieran de su molde inexpugnable. Si a ese árbol, por ejemplo, le fuese permitido largarse con sus raices a otro campo donde el humo no le moleste; o si esas ventanas tuvieran la virtud de permitir el paso de los pájaros como si estuvieran hechas de gelatina y no de arena y agua.
Al niño nunca le importaron mucho las cosas que no importan, como las marcas o los colores o los apellidos. Por eso se siente aliviado de salir por fin de ese templo frugal, de esa horrible basílica del consumo. Caminará muchas horas con el gran sobre que esconde las imágenes de lo que lleva dentro. Casi no saludará, tendrá la mirada fija y no volteará atrás pero se sentirá libre, pese al dolor, cuando escuche en su cabeza los recuerdos que no piensa dar por perdidos.
Así, va acumulando alrededor suyo pequeñas fogatas. Recuerdos unidos a pistas, a sensaciones, a tonadas. Así cree estar a salvo del espacio negro que, pese a todo, lo visita. Y lo desconecta por instantes o vidas. El niño no se queja, aprendió a no quejarse, pero tampoco calla. Ya no. No cierra los brazos al cariño mas próximo. No le importa que tal cariño sea una creación fantástica y difusa, insegura y frágil, militante de otra orilla. No le importa porque a ella tampoco le importa demasiado. ¿Quienes son esos niños que remontan la calle y ríen? ¿No son demasiado para este mundo? ¿No es mas lógico que los acompañen las ausencias? Quién sabe por qué, ellos retan al escenario y a los rencores, y se encuentran y se reconocen (luego se despedirán, porque el absurdo también los habita) pero mientras dura su instante de fuego son libres. Y el niño que iba cayendo por el recién acumulado abismo se olvida del viento y de la gravedad...y vuela.
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