domingo, abril 29

dos cuentos pequeños y raros, de caídas


 Matilde

Cuando Matilde era todavía una niña, a veces se levantaba en la mitad de la noche y caminaba con los ojos cerrados, de frente, hacia la ventana que estaba al lado de su armarropa. Nunca llegaba, porque los zapatos tirados en el piso, la silla dispuesta a medio camino o los libros desparramados se lo impedían. A menudo tropezaba y el golpe era memorable. Matilde, avergonzada y confudida, tenía miedo de llorar. No sabía, porque nadie la había visto aún, que era mas o menos sonámbula y cada vez que despertaba, luego del tropezón, pensaba que alguien la había levantado, y dejado ahí en el piso, retorciéndose de dolor.

Cuando Matilde creció y dejó atrás el guardarropa pero no los libros ni los zapatos tirados, logró alquilar un pequeño cuarto en una vieja casa que daba al río. Por las noches se encendían los faroles de la orilla y el espectáculo de luz y agua era realmente maravilloso. Hubiese sido un crimen cerrar las ventanas, a pesar del frío. Esa noche ella apenas comió, se acostó a mirar Le Belle Verte y se fue quedando dormida mientras Marion Cotillard caminaba por primera vez sobre la tierra. Nadie escuchó, horas o minutos después, el roce suavecito de su pie contra la madera, ni observó la silueta oscura, que se acercaba a la ventana, espoleada en luz y sombra por la brusca monotonía del televisor prendido con su pantalla azul. Matilde, 3 vidas después, finalmente llegó a la ventana, abierta, rodada al abismo. Voló un poco antes de despertarse, y pensó, por primera vez que nadie, nunca la había levantado. Luego se quedó ahi, en el piso, retorciéndose de dolor.



Pierre

En la Rue de les Marchants, a las afueras de Montpellier (ciudad desconocida hasta ese día para él) Pierre descubrió una marca, como un pequeño tatuaje de carbón en la pared. Reconoció de inmediato en esos trazos carcomidos por el tiempo los dibujos que su abuelo le hacía cuando regresaba de la escuela, derretido por el sol del mediodía. No sólo reconoció los trazos, sino que además avivó en su mente la promesa que su abuelo le hiciera hace ya mas de 25 años: Que si algún día lograba descifrar los extraños símbolos, podría acceder, con total libertad, por fin, a los secretos de los antiguos libros que guardaba celosamente en su cuarto, y que a partir de la muerte del anciano habían quedado a merced del polvo y los insectos, sin que nadie se atreviese siquiera a mirarlos.

Dicho sea de paso que los símbolos que Pierre encontró y que su abuelo dibujaba, en apariencia y en la práctica venían a ser dos rayas horizontales y paralelas que cortaban una media luna, rodeadas a su vez por 37 manchas que, de acuerdo a la imaginación y a la perspectiva con que se las miraba bien podían ser rostros, mapas o símbolos del códice personal de algún viejo Rabboni, pero Pierre nunca llegó a entender del todo a su abuelo. De cualquier forma, él había dedicado años al estudio de las extrañas manchas y, persiguiéndo su orígen había recorrido medio mundo, hasta llegar finalmente a la ciudad en donde se hallaba, de la que solo conocía su antiquísima Facultad de Medicina

Maravillado con el descubrimiento Pierre tomó fotografías. Con una escobilla y el pulso acelerado raspó la piedra hasta que el símbolo (o los símbolos) quedaron totalmente al descubierto. Meses atrás (y luego de haber estado a punto de abandonar su loca empresa) en Barcelona descubrió que una de las 37 manchas era, en realidad, el sello real de la antigua Corona de Aragón, semanas después, en Urgel, descubrió que otra de las manchas era el emblema que Alfonso El Batallador había utilizado durante el sitio de Fraga, donde finalmente fallecería. Ambos sellos alentaron su búsqueda y en pocos meses, siguiendo los rastros que su instinto iba desempolvando, logró descrifrar 36 de los 37 enigmáticos símbolos. Cada uno llevaba al siguiente, a veces en la misma ciudad y otras en distitnos países, y entre todos parecían contar la historia de una casta escindida de la casa real de Aragón luego de que las guerras de sucesión acabaran con el ascenso de la casa de los Borbones al poder. En cada sitio a donde iba, en cada extenuante jornada de búsqueda y de contradictorias indicaciones, Pierre mantenía la fe. En su cabeza especulaba con la historia. Su abuelo era el heredero, por línea directa, del Reino de Aragón. Y su antepasados lo habían mantenido en secreto hasta que llegase alguien digno de reclamar el trono arrebatado. No tuvo dudas cuando terminó de interpretar el último símbolo. Era una versión casi runiforme del escudo familiar. Ordenó las ideas de su especulación en ciernes y cogió el primer vuelo a su ciudad natal. Excitado trepó el muro (puesto que no tenía las llaves) y rompió una de las ventanas para acceder al interior. Subió de dos en dos las gradas y se detuvo frente a las puertas del cuarto. Detrás le esperaban siglos de sabiduría y, tal vez, las pruebas definitivas de su herencia real. Intentó controlar su respiración mientras intentaba forzar el candado. No lo logró. Intentó romper la puerta y se astilló el hombro izquierdo. Desesperado Jean Pierre Chamak Gouilles recordó la ventana que daba al patio interior. Salió con el mismo apuro con que había entrado. Buscó una escalera por todas partes, al no hallarla decidió que la mejor opción era salir al techo, por una de las ventanas del pasillo del segundo piso y descender hacia el otro lado para entrar al cuarto. No se preocupó de la lluvia que empezaba a caer, ni de la noche que empezaba a caer también. Tal era su emoción que no dudo en poner un píe en las viejas canaletas del techo, que durante años no habían sido mantenidas, y luego el otro, y luego intentó encaramarse como un gato maltrecho. No logró agarrarse de nada. El golpe seco se hizo todavía mas silencioso con la lluvia que empezó a caer, copiosa. En su mano derecha estaban todavía empuñados apuntes y fotografías de su hallazgo. Nadie supo, nunca que había en los libros del cuarto.

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