Historia de un amor
A Rafaela y Ernesto, porque hace cuatro años conocí su felicidad contagiosa
Llegábamos. Era suficiente con rozar el aroma casi imperceptible de la madreselva, la húmeda sensación salina de los cuerpos, el sudor rodando por la vena que recorría sus espaldas. El mar y ella, un solo cuerpo, una extensión de algo mas grande y tal vez mas imprescindible. Luego, la insoportable rutina. Golpes en el piso, frutas que rodaban por la arena como las cabezas degolladas de imposibles cortesanos. De sol a sol (si ello existiese) me pasaba el día recogiendo sus huellas y sus desperdicios. Un símbolo que representaba días mejores que jamás llegaron (los días, nosotros llegábamos una y otra vez)
Apenas se asomaba el síntoma de sus frustraciones, acudían silenciosas mis cautelas mas sencillas. Entre ambos armábamos un andamiaje contra insomnios. Tantas veces nos salvamos de la muerte con solo cerrar los ojos. La ciudad fue siempre una extranjera, una promesa que otros buscaban. A nosotros nunca nos importó demasiado su expresión de ladrillo. Éramos otra cosa. Eso. Otra cosa. Así nos gustaba llamarnos. Entre las olas y los edificios inventábamos paredes. Ahí nos impregnábamos como parte del paisaje. Ella con sus zapatillas de alacrán y yo con la cara de no saber por qué.
El tiempo pasa como un animalito que cruza las calles arrastrando sus quinientas patas
Voy a volar. Lo anunciaba como el resultado de lo inevitable. Sábanas intactas se quedaban aguardando su regreso. Ahora creo que fue una exageración de los sentidos, pero en esos días nada podía igualársele. ¿Que importaban sus delirios a plazo fijo, la interminable sucesión de incertidumbres, la poca fe que depositaba en mi quietud? ¿que importaba dejar de ser, por un rato, para ser de ella?
Usted dirá que no tiene sentido un ejercicio tan sutil de idolatría. Pero... qué sabe usted de las cosas. Cuándo usted se ha permitido caminar de espaldas, de cabeza, de rodillas por la calle más céntrica de su metrópolis. Cuándo fue la última noche en que se rindió ante un escote porque no quedaban mas alternativas. Cuándo fue la última vez que mencionó su historia en el insomnio, sin las ganas de inventarse un personaje. Vivir así, sin hacer eso, sin ser, por una vez, maldita sea, por una vez uno mismo, carece de sentido.
Siempre regresábamos. Estar allá, como sonámbulos. Como dos sombras que se chocan para explotar. Como dos luciérnagas esperando la noche. Ay... la noche. La noche y ella, un sinónimo impredecible. La chispa de la que surgen los fuegos que contagian. A pesar de sus ausencias. A pesar de su presencia interminable. Aunque sea nada mas que una categoría muda entre la formalidad romántica y los arrebatos del llanto, vivir era vivirla.
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