En una de sus cartas a Chichina Ferreyra, la aristrocrática y hermosa novia de la juventud del Ché Guevara, el jóven argentino le realizó una confesión que marcó mi adolescencia aunque no sea capaz de recordarla literalmente. Mas o menos iba así: "Si no puedo cambiar las condiciones de vida de los mas pobres, al menos quiero compartir su suerte". Tiempo después, en la Habana, en el Museo de la Revolución, que había sido en su tiempo la sede presidencial, me topé con otra epístola guevariana, bastante breve; al parecer se trataba de la contestación que Guevara le había hecho a cierta mujer española que le había escrito argumentando algún lejano parentezco familiar. Evidentemente tampoco recuerdo la cita literal pero algo así decía: "No creo que seamos parientes, pero si Ud. es capaz de temblar de indignación cada vez que mire como se comete una injusticia en el mundo, somos compañeros, que es lo más importante." Yo era muy joven, y bastante impresionable, y esas frases calaron bastante hondo en un espiritu mas bien inquieto y que ya a esas alturas daba muestras de su futura vocación anárquica.
Nunca me llevé del todo bien con los símbolos revolucionarios, debo confesar que una frase como "Patria o Muerte", aun comprendiendo su contexto histórico y su validez revolucionaria, no me comunica mucho y me contagia mas bien un bostezo. Al fin y al cabo ¿no es el fin de la retórica propagandística el comunicar y contagiar a las masas? Por otro lado, frases como "en la globalización todos los globos se revientan" o "somos la dignidad insurrecta (...) para todos todo" con su ingeniosa carga semántica de romanticismo, revolución y alegría me provocan enseguida una noción de militancia que prevalece aún en estos tiempos de humo en que desconfío de casi todas las banderas. Sin embargo, esta introducción atorrante y posmoderna (reaccionaria dirán de seguro algunos colegas) sirve simplemente para contrastarla con la historia que sigue.
Quito. Sábado 2 de Abril. Avda. Amazonas. Sol perpendicular y en apogéo. Camino sin detenerme ni siquiera en los semáforos. Acabo de enterarme de que una atrofia cortico temporal medial izquierda es tratable pero no curable y también acabo de comprobar (aunque no sea un descubrimiento) por qué desde la infancia desconfié siempre de los payasos, de los inspectores generales, de los chapas y de los médicos. Sobre todo de los médicos. Debo encontrarme con Jorge, teatrero, estudiante de economía, filósofo hegeliano atorado en un siglo que no le pertenece (no es difícil notar la simpatía ¿verdad?) y con su compañera. Cada uno es la mitad del colectivo de teatro experimental "El Ratón"; los conocí hace dos meses, parodiando una parodia de ellos mismos. El estudiante y la hippie. El amante racional y la maga. Me impresionaron y los contacté para invitarles a montar "La Segunda Venida", aquella obra delirante de mi adolescencia, que a estas alturas mas que un reto es un karma. Falta mucho para que lleguen. Un soplo de nicotina, un poco de viento capitalino, que en realidad es una mezcla de smog con apuro, y un árbol lo suficientemente frondoso como para que cobije mi limitada humanidad y el libro que me disponía a devorar (Bariloche de Neuman, si les interesa saberlo). De repente (siempre estas cosas deben, invariablemente ser precedidas por la afirmación ¡de repente! así tienen mas validez, supongo) una pequeña voz como perdida entre el tránsito y el polvo llegó a mis oidos. Debe medir no mas de un metro treinta. Debe tener no mas de siete años. Debe pesar no mas de unos treinta y cinco kilos. Debe tener la mirada mas triste que jamás he visto. Un niño que llora, cuando llora de dolor convicto o soledad azarada y no por capricho o idiotez, es, siempre, una puerta abierta a otro llanto. El propio. Por suerte uno aprende que llorando por el mundo nunca se cambia nada, y uno de los pocos síntomas de crecer que valoro es la capacidad adquirida de mantener la calma ante el llanto ajeno en pos de la serenidad y la acción. Y sin embargo no pude, como si en esas lágrimas agobiadas de pobreza y soledad se reconocieran las mías propias, contenidas y exiliadas. Ni siquiera tuve tiempo de imaginar su historia. Si lloraba de dolor. Si lloraba porque hay que llorar de vez en cuando. Si lloraba de costumbre. Bastó cruzar en un instante mis ojos irrelevantes con los suyos para sentir la piedra en la garganta y la humedad en las pestañas. No pude acercarme, me encontraba estupida y sutilmente paralizado, complice solidario y silencioso de un llanto que pasaba desapercibido para todos los que compartían con nosotros ese momento y ese espacio. Fueron casi cinco minutos de un llanto confesional y desesperante hasta que por fin pude recomponerme, secarme como quien se frota los ojos al despertarse y acercarme a él.
Pequeño duendecito. Niño de pies cansados y manos sucias ¿por qué me conmueve tanto tu historia? ni siquiera es la historia mas conmovedora que he escuchado o presenciado de quienes son como tu, además, eres apenas una historia entre tantas. Entre todas las que ahora mismo se están desarrollando en este mismo parque, en esta ciudad asfixiante, en este mundo de mierda... pequeño duende ¿por qué te escucho y me provoca abrazarte, llevarte a mi casa, cuidarte de todo y de todos, verte crecer, saber que eres feliz? ¿por qué no puedo ser el amable desconocido que exorcisa su verguenza con una moneda y regresar a mi caos monótono? ¿por qué no puedo dejar que llores la pequeña tragedia que te abonó el destino, la vidita miserable que te regaló dios? ¿por qué nadie mas se acerca? ¿por qué todos los que pasan nos miran con miedo o curiosidad mórbida? ¿de verdad es un espectáculo imprevisto y peligroso el tipo de pelo largo y brazos flacos que de pronto detiene el tráfico para ayudar a vender lotería a un niño de pies cansados y manos sucias? ¿no se les ocurre pensar, hijos de puta, reverendos hijos de puta, que al niño, de pronto le robaron las ganancias y las ganas? ¿no se les ocurre pensar que llegar a casa sin, al menos un tercio del capital posible implica una paliza capital? No, por supuesto que no, a nadie se le ocurre pensar cosas así cuando lo predecible se sale del molde. Tal vez tampoco yo lo pensaría. Absurdo y prepotente como soy, tal vez imaginaría que el tipo de pelo largo está pagando una apuesta, que de seguro sus amigos están filmándolo, rematados de risa en algún árbol cercano. Ni siquiera tendría tiempo de pensar en el niño. Nadie tendría tiempo de pensar en el niño. Es un niño mas, entre todos, entre tantos. Pero éste es diferente, es mi amigo, es mi niño, es el niño que me convocó con su llanto diminuto mientras intentaba leer una historia de otro tiempo y otro camino. Es el niño que se asustó cuando me acerqué a preguntarle su nombre. Que se asustó aun mas cuando intenté un fallido truco de magia para ganar su confianza. Es el niño que me dijo, atorándose en sus mocos, que le habían robado los dieciocho dólares que había ganado en una mañana entera de vender pozos. Es el niño del pozo. Dieciocho dólares. Eso cuestan esas lagrimas enlodadas. Dieciocho putos dólares, que además ni siquiera tenía a mano. El primer guachito (ignoro si la semántica del lotto se aplica a todas las denominaciones de la junta de beneficiencia, pero de seguro se entiende el sentido) se lo vendí a una señora gorda que trotaba por el parque mostrando impúnemente la grasa que el forzado trote pretendía eliminar. Su reacción, predecible, pasó del susto, al asombro, a la risa. El segundo y el tercero fueron a parar al bolsillo de unos hombres de terno que los pagaron con una expresión que me decía "quédese con el vuelto, pero por favor no nos robe". A la altura del sexto guachito vendido la expresión de mi pequeño amigo comenzó a cambiar en tanto que mi rabia aumentaba. Desde el octavo comenzé a venderlos a los autos que se detenían. Sin ninguna sutileza, como si se tratara de un deber patrio, golpeaba sus ventanas, los miraba fijamente y ponía en sus parabrisas un ejemplar del producto. Desde luego, en términos de eficiencia de ventas, esta estrategia fue bastante infructuosa, hasta que al ejercicio se sumó el pequeño, con las huellas de su llanto todavía presentes en una boca que por primera vez sonreía, libre de dientes y de temores. Aun me faltaba otro round con el llanto cuando le vi correr como un pequeño cuy para alcanzar al infeliz chofer de un susuki que aprovecho el movimiento del tráfico para quedarse sin pagar su guachito. Pequeña pérdida: En una hora logramos vender veinte y nueve guachitos de pozo, catorce de lotería nacional y siete de lotto, además de un entero y seis raspaditas.
Luego de un hot-dog con cola que invitaré a mi pequeño duende el se marchará confiado y tibio. Tal vez me olvide... no. Estoy seguro que olvidará la historia. La pobreza es una construcción permanente de amnesias. Y yo también la iré olvidando gracias a la atrofia cortico temporal medial izquierda que motivó, sin imaginármelo, éste viaje y este encuentro. Es inevitable sentir que, aunque triunfó la ternura, no cambió nada. Es inevitable sentir a menudo que, no importa lo que hagamos, nunca cambia nada. Sin embargo (siempre existe un sin embargo) retomo mi lectura bajo el mismo árbol con un autor diferente. Don Ernesto Sábato, como si hubiese presenciado la escena, me propone un pacto entre los derrotados. La mezcla de indingación y agobio que tenía se va transformando en intuición. Tal vez los símbolos que me aburren no siempre esconden la hipocresía del poder. Tal vez si es posible sentirse compañero de todos aquellos que sientan, en cualquier momento y en cualquier lugar, indignación por el mundo, por este pobre y triste mundo que, sin embargo, aun guarda en sus bolsillos la capacidad de asombro. El niño del pozo me persigue desde que tenía 8 años y conocí a la miseria de frente y de perfil. Es una buena excusa para seguir. Para creer. Para levantarse de este árbol, y saludar a los teatreros que acaban de asomarse del otro lado de la calle
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