Ella dijo que no podía soportar el ruido. La ventana cerrada, bajo el simple mecanismo de una cuerda que amarraba los soportes evitando que el frío nos despierte. Afuera no llegaban nuestras voces, creo que ni siquiera llegaban al otro extremo de la habitación. -No soporto el ruido- repitió. A lo lejos podía escuchar el cortejo fúnebre de una mosca despistada que batía con desesperación las alas atrapadas mientras la araña la miraba con una mescla de placer y morbo. El silencio era tan grande que podía inclusive adivinar la talla de las huellas que crepitaban en los pisos inferiores, o el peso de los amantes que retorcían los colchones en el lejano cuarto de arriba.
Ella se levantó.
No había yo imaginado que su cuerpo tenía propiedades físicas tan inverosímiles. Lo digo como consejo de navegante: Si una mujer es capaz de levantarse sin tocar el suelo, y hacer que con su latido el sol también se despierte, entonces es posible que al abrir la puerta nos encotremos con que el mundo era una fábula inventada, un retazo de creación mal diseñado por dioses vagos, una falsa ecuación de los sentidos.
-Tengo que callar el maldito ruido- gritó con una voz que parecía oleaje sobre despeñadero o despedida de transatlántico o grito de tribuna en final de campeonato. Yo me quedé en silencio, una vez mas me había dejado huérfano de respuestas. Ella y su maníaca costumbre de predecirme sin verme. Extraña diosa que crea planetas, y los deja desiertos. Extraña paz que tanta sangre derrama. Extraña pluma que nunca termina de caer. Pensé que me había contagiado, por lo menos un poquito. Que después de explorar de polo a codo los universos yo también iba a poder gritar sin que mi voz incomode a las palomas, que yo también podía levantarme sin que las sábanas lo noten y caminar sin que mis pies sientan el frío. Pero la magia siempre fue patrimonio ajeno. Aunque por un momento creí que yo podía ser otro creador, la verdad es que tan solo era eco de sus manos. Frontera de su cuerpo.
Sólo entonces lo sentí. Un ruido tan devastador que hasta las sirenas tenían que sumergirse. Una mezcla de aullidos con blasfemias, malvenidas y nubarrones. Llanto por lo que no será, por lo que ha sido e incluso por lo que fuimos, o dejamos de ser cuando éramos de otros. A pesar de todo, ni siquiera tuvimos tiempo de vernos por última vez, antes de caer para siempre en el pozo absurdo de la ausencia. Esto es lo que queda, luego de ser inmortales. Este es el precio de volar. Sea.
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