martes, abril 30

Háblame del Mar, Fragmento. Día Después.


Háblame del Mar, Fragmento. (Día Después)

(...) Pero luego empiezas a darte cuenta de que todo aquello que juzgamos incomprensible corresponde a un solo temor original. Una fuente fabulosa de la que manan todos los miedos comandados por el principal y notable terror a odiarnos, aunque sea un poco, pero odiarnos de verdad. Odiarnos entre amigos, entre novios, entre padres e hijos, entre funcionarios, entre políticos. Odiarnos casa adentro. Odiarnos nosotros mismos. Porque es necesario odiar lo mas podrido que llevamos dentro en lugar de negarlo. O para negarlo luego, no lo sé. Solo sé que descubrí mi odio y lo encontré puro, exacto. Ahora puedo decir que conozco mi versión más amarga y mi mejor versión, y que ambas me representan por igual.

El amor es la negación del terror dijo un día el viejo en uno de sus últimos arrebatos de lucidez. Ahora lo odio un poco más porque tiene razón y porque la frase suena tierna, y la ternura no es algo que pueda permitírsele. No a él. Pero tiene razón pese a mi rabia, aunque también es cierto que a veces el terror es tan inmenso que ya no puede negarse

(...)

No sé qué es lo que asustó tanto a Amanda, pero quisiera ensayar mi breve y absurda tesis. A todos debería permitírsenos ensayar una breve y aborda tesis final de las cosas…

Corrijo. A todos se nos lo permite, pero nadie ejerce ese derecho sutil. La mía es sencilla y atroz: Amanda se aferró al pánico porque le resultó inevitable. Es sencilla porque lo explica todo, y atroz porque es falsa, o desearía que fuera falsa porque así yo podría sentirme orgulloso al menos, de no haber hecho todo esto por nada. Y entonces me acuerdo de nuevo del viejo, y pienso en que si el también habrá tenido tiempo de preguntarse este tipo de cosas antes de ingresar en ese túnel sin paredes. Que va. Tengo que repetírmelo para que me quede claro. La ternura no puede permitírsele. La ternura que en cambio Amanda distribuye pese a que la odia conscientemente. No la odia tanto como a su hermana, pero odia su ternura y lo sabe. Y sabe que ambos lo sabemos. Es parte de nuestra convicción secreta y silenciosa. De un intercambio casi imperceptible entre su habitual alegría y mis silencios prolongados. Pese a ello, sé también que aunque la odie, su ternura es natural. La gente encantadora, aún la gente increíblemente encantadora, me resulta desagradable si no se permite aunque sea un instante de arrogancia o deseo o ira y Amanda comparte conmigo esa creencia. Aunque es posible que ni siquiera sea la ternura lo que ella deteste. Probemos a cambiar de término. Encanto es una opción terrible. Gracia o Simpatía suenan a títulos de belleza. Es posible que appeal  corresponda. El appeal de Amanda es natural, y ella lo odia. Salud. Se cierra el caso


Tampoco eso es exacto. En realidad odia que la gente vea lo que quiere ver, en lugar de ver lo que tiene en frente. Su appeal es otra forma, tal vez la más grotesca, que adopta su tristeza. ¿Por qué no me dejaste quedarme un poco más Amanda? Es posible que nada de lo que digo sea verdad. Bastaría con que llegaras ahora a desmentirlo.


(...)


Es por eso que nos sentaban en filas distintas. Para no entendernos nunca. Tenían razón los inspectores, pero era un esfuerzo innecesario. Estuvimos condenados a no entendernos. La comprensión resulta imposible a menos que algo adentro de nosotros muera. La comprensión es, en todo caso, la capitulación del orgullo. La aceptación generosa del otro, siempre y cuando seamos capaces de asimilar sus motivos. Algo de perdón y de vergüenza. Lo demás es una versión libre o una hipocresía a dos bandas

Amanda descubrió mi amor como una posibilidad, y lo hizo naturalmente. Sin grandes hallazgos. Sin promesas. Y descubrió su propio amor también como una probabilidad y me pareció increíble que por unos instantes incluso compartiera mi odio. Pero mi odio era ya una certeza sola. Un camino intransitable para otros. Mi odio resultó aterrador


(...)

Al final tuvo tiempo para ordenar sobre la mesa las cartas de la vieja. Cronológicamente, como se lo había pedido. Además cerró las cortinas y recogió los pedazos de espejo roto que habían quedado al borde de la cama. También me dejó un catálogo de pan y una foto exageradamente oscura donde aparecemos tomados de la mano. Aún así logro reconocer su ropa. Es un vestido azul que le llegaba hasta las pantorrillas y una casaca diminuta de cuero, que apenas le cubre los hombros. Se ve fea. Nos vemos feos. Atrás de nosotros, una línea apenas perceptible divide la oscuridad en dos hemisferios. El de abajo es el mar. En la parte de atrás escribió: Nosotros.


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