Aunque estúpida, la idea funcionó bastante bien. Una clínica especializada en transfusiones de dolor. El sistema no podía ser mas simple. El paciente llegaba, se anotaba, se le tomaban datos y medidas y a continuación una diligente enfermera le conectaba una especie de sonda transparente en ambos brazos y ya. Las sesiones jamás se extendían por mas de una hora. El dolor, licuefactado convenientemente en bolsas de plástico, era clasificado según los deseos del cliente. Habían dolores de parto, altamente cotizados, que se etiquetaban con lápiz rojo. Los dolores específicos de la anatomía eran poco solicitados pues no tiene mucho sentido una transfusión de algo que se puede conseguir fácilmente gracias a un buen golpe o cualquer exceso gastronómico. Mas populares resultaban los dolores de espíritu. El dolor del abandono tenía color verde pimienta; el dolor de la muerte era convenientemente negro y el dolor del desengaño parecía ser morado al inicio pero se tornaba en granate a medida que bajaba por la sonda.
Los primeros en usar el novedoso sistema fueron dos jóvenes de peinados ajustados que pagaron con efectivo y en sueltos por una dosis de angustia (un dolor ocre con tendencias violáceas). El resultado fue tan efectivo que en menos de una semana un verdadero batallón de gente gris impacientaba el mostrador con sus pedidos. Hubo quien pretendía combinaciones. -Pago lo que sea por una dosis de miseria con desamor- clamaba un hombre de bigote y traje inmaculado. -Dolor de espera, dolor de espera- gritaba al tiempo una mujer de falda larga y florecitas en el ojal. El asistente tomaba nota sin despeinarse. Nunca había imaginado que el negocio del dolor podía ser tan rentable. Seis meses después ya habían abierto dos nuevos locales en las periferias de la ciudad. Sus combinaciones, cual cockteles, se promocionaban en radios e internet y visitantes de todas las latitudes llegaban motivados por la curiosidad.
Un día las autoridades decidieron tomar cartas en el asunto cuando notaron que por las noches el parque se había vaciado de borrachos y en su lugar la gente caminaba, como espectros, dejando rastros de lágrimas o de su propia sangre. Sin perder tiempo la alcaldesa, que era una mujer insensatamente feliz, decidió clausurar la clínica, encarcelar a sus dueños y lanzar todas las bolsas de dolor al río. Las cosas fueron poco a poco volviendo a la normalidad. El parque volvió a llenarse de borrachos, ya casi nadie dejaba rastros de su sangre, y cuando algun adicto sentía en su brazo el temblor desesperante de la dosis que no llega simplemente bajaba al río y se hundía en él.
0 opiniones, y tu?:
Publicar un comentario