La premisa es que no duela. Entonces respiro, como a uno le enseñan los abuelos. Inhalo, contengo, exhalo por la boca. Inhalo, contengo, exhalo por la boca. El dolor no cede, entonces intento poner la mente en blanco, pero eso implica no pensar en nada, que para mi caso viene a ser pensarlo todo, de alguna forma lograr que todo colapse en un punto neutro. La cabeza se encarga sola del incesante bombardeo. Tampoco sirve, el dolor es indiferente a mis estúpidos intentos. Debo encontrar la manera de convivir con él, hacerlo parte de la rutina, un habitante más de mis planetas. Alcanzo a escribirlo, esa puede ser una buena manera de tenerlo, al menos distraído. Imagino su piel felpuda, sus uñas de tierra, sus ojos pequeños y amarillos. Descubro que tengo muchos prejuicios cinematográficos respecto a los rasgos de un dolor. No importa, lo dibujo y le escribo textos que parecen canciones de cuna para un pequeño ogro recién nacido. Es una estrategia diferente, no patentada y comienza a dar resultados, el dolor cede en la medida en que me lo imagino de corbata, o con una nariz roja, o dando serenatas a su dolora. Vuelvo a ser el niño que nunca se quejaba. Necesito aire, el dolor necesita aire, nuevos escenarios, un paisaje diferente desde el cual pueda martirizarme en paz. Al menos por hoy no sirve de nada que me quede cerca de las baldosas. En este hospital no hay respuestas, y ya me cansé de esperarlas con los ojos callados y sentado frente a una muchacha que parece no existir a menos que suene su teléfono.
Me levanto, el dolor me acompaña, dócil y maníaco como si no existieran allá afuera millones de personas a las que joder. En todo caso sigo imaginándolo, describiéndolo y parece que eso le divierte. No tengo a donde ir, no tengo saldo ni batería, y eso en este mundo es casi un síntoma de humanidad. Cojo el primer bus que aparece por la calle, hace mucho que no hacía eso. Realmente lo disfrutaba cuando chico. Un día llegué al Perú sin mas ropa que el uniforme del colegio y toda la discografía de Pink Floyd como banda sonora. Pobre mamá, tres días después llegué apestando a marinero de carabela. No me dijo nada, me acercó una toalla y fue ahí donde descubrí su incomparable bondad. Aunque tal vez fue una estrategia que su mente de psicologa ideó. Si lo fué, debo confesar que funcionó. Nunca me volví a desaparecer tan lejos ni por tanto tiempo. Supongo que hoy no será la execpción. No con este dolor peregrino apuñalándome detrás de los ojos.
El bus recorre los últimos hitos de lo que puedo considerar como "sitios reconocibles" con la incomparable voz de Aladino a todo volúmen. Increíblemente me parece un mejor compañero de travesía que el Roger Waters. El equilibrio entre la gente que sube y la que baja del bus es cada vez mas desigual. Calculo que en unas tres paradas mas seré el único habitante dentro de la carrocería. Por experiencia sé que eso no es bueno, así que tomo mis cosas y con una expresión que aparenta una familiaridad extraordinaria con el vecindario me bajo. Los datos objetivos del sector son los siguientes: La calle es de tierra con algunos pequeños cráteres donde el agua de la lluvia que cayó se ha secado ya. No se distinguen edificios, solo casas a medio construir con vigas desnudas en lugar de techos. Hay perros como en todas las esquinas del planeta y unos pollos indiferentes al tráfico que duermen bajo un semáforo. De los negocios que distingo, están todos los necesarios para la supervivencia, o al menos eso parece. Dos peluquerías, una fonda (en la que consumiré un seco de pollo que terminaré vomitando mientras escribo esto), una tienda sin letrero, una cantina (aunque todos los negocios precedentes podrían servir para el noble fin de una borrachera) y finalmente, junto al poste, junto a los pollos un puesto de venta de caramelos y, gracias al cielo, tabacos.
No estoy seguro de que la nicotina contribuya al dolor, pero al menos éste no incrementa con su presencia. Tampoco disminuye pero ya encontré otras tácticas para ello. Sigo caminando sin estrategia de por medio. Debo ser una presa fácil, hablando en términos delincuenciales (lamentablemente no en términos románticos) pero nadie se molesta en mirarme siquiera. Los argumentos para describir al dolor se van agotando peligrosamente, empiezo a repetir ideas y eso lo enfurece. No aquí. No ahora. Necesito sentarme. Es definitivamente hermosa la manera que encuentran las circunstancias para presentarse. Necesitaba sentarme y encontré una silla a pocos metros. Don Pepe Pulla es su dueño. Casi sin articular palabra me siento, a él parece no importarle mi desconexión, y menos todavía le importa que yo lleve zapatos deportivos, que por definición y obviedad nunca deben pasar por los sagrados altares de un betunero. Hacen falta unos segundos y unas cuantas bocanadas de un aire exageradamente frio como para que la realidad real empate nuevamente con la que dibuja mi cabeza. Entonces tomo noción del tiempo y del espacio. Hace rato que don Pepe inició su labor. No tengo mas remedio que seguir su ritmo y quedarme viendo sus manos callosas y manchadas de tinta y betún. -Usted no es de por acá no- dice con un leve, imperceptible movimiento de labios. -No- respondo con sincera cordialidad. -David Barzallo- y extiendo mi mano. Tardo en recibir respuesta. -José Pulla- dice por fin con una voz que transita entre el asombro y la diversión. No hago preguntas genéricas, tampoco quiero que piense de mi que soy un mochilero despistado, ni siquiera pregunto en donde estoy (a la larga nunca lo supe con exactitud). Mas bien me dedico a escucharle, una virtud en la que creo me he especializado a lo largo de los años, y don Pepe comienza a relatarme su vida desde un punto arbitrario y sin mas invitaciones que mi cortesía. -Yo era de la escolta de Velasco Ibarra- me dice con orgullo. -Yo era el guardaespaldas de doña Corita. Ah, Corina Parral de Velasco Ibarra, que mujer santa, que maravilla de mujer- Hace rato que el zapato es irrelevante para la escena. Don Pepe necesita ambas manos para narrar sus historias. Como la vez en que tuvo que lanzarse desde un tercer piso porque en el 61 un tal Paredes había organizado un complot para matar a Velasco pero falló en su intento porque sus planes fueron descubiertos por los gringos que avisaron a la policía y don Pepe fue uno de los encargados del operativo. -Ahí es que me lanzo pues pucha, que he de pensar que estaba tan alto-; -¿y para qué se lanzó?-; - para atrapar pues a uno de los pillos que estaba huyendo con las cartas de los complotados- Mi mirada de jocosa incredulidad hace que don Pepe se pare, levante su chaquetita y me muestre lo que según él eran las cicatrices de la anécdota. Dulce locura la del viejito, pienso para mis adentros. El sospecha de mis dudas. -¿No me cree?- pregunta con indignación solapada. -Claro don Pepe- le respondo con una sonrisa maliciosa. A continuación él toma mi zapato y lo pone en el piso, se limpia las manos de prisa y busca algo debajo de su caja de betún. -Elé, vea- me extiende una fotografía, casi un daguerrotipo, cuya antiguedad es notoria y que don Pepe, con esa sabiduría práctica de los ancianos, ha sabido emplasticar para cuidarla del tiempo y el polvo. -A ver, ¿si ve quienes son?- No tardo en reconocer a los personajes que ese papel sepia muestra. Don José María Velasco Ibarra, el caudillo, el líder que marcó el Ecuador del siglo XX. Junto a él sonríe doña Corita, su esposa, el amor de su vida; y entre ellos, agazapado, casi imperceptible, se encuentra un Pepe Pulla cincuenta años mas jóven vistiendo un impecable uniforme policial. -Pepín me llamaba doña Corita- dice con los ojos perdidos y continúa -Yo me acuerdo cuando regresó el doctor de Buenos Aires. Allá murió doña Corita, un bus le había pisado. Pobre doctor, vengo a morir nomás dijo. Sin la doña Corita el no era nada. Una vez le fui a visitar antes de que muera, había cogido una maña sabe, todas las mañanas se levantaba, rezaba porque era bien mariano, y salia al patio con un cuchillo fino. Se acercaba a los árboles que tenía en el patio y se ponía a escribir el nombre de doña Corita en los troncos. Pobre doctor, no duró ni un año. Sin la doña Corita no era nada. Sabe que siempre que alguno llegaba a la casa gritaba "Ya llegué" para que el otro pueda estar tranquilo. Por eso murió el doctor. "Haga rezar por la Corita" le había dicho al padre Tipán antes de morir.-
Efectivamente 50 dias después de la trágica muerte de la señora Corina, Velasco Ibarra, el gran ausente, el demagogo, el genio murió en la clínica Pasteur. Tenía 86 años. De niño había escuchado la historia y siempre me pareció conmovedora, pero nunca imaginé conversar con alguien que los conoció. Don Pepe ha recordado demasiado, parece que quiere llorar, y de hecho si lo hiciera yo no tendría mas remedio que acompañarlo. No llora, me da una palmada en el tobillo y anuncia que su trabajo ha terminado. -Dólar- dice mientras guarda sus cosas. Le extiendo un billete de cinco, insisto en que se quede con el cambio, el se niega, discutimos por unos segundos, le explico que yo tenía mucho dolor y que sus historias me curaron, que por eso le pago no solo por los zapatos sino también por el tratamiento. El ríe, acepta y guarda el billete y la foto en una cajita bronceada que esconde en un compartimento secreto de su caja.
Tengo hambre, el dolor ha cedido, me siento feliz de haber conocido a don Pepe. No se por qué me pasan esas cosas, pero es lindo tener anécdotas que contar. La mayoría de personas siguen con sus vidas sin mirar los pequeños detalles. Yo no puedo, tengo que detenerme en cada insignificancia que reclama mi atención. Nunca se sabe cuando saldrá un Pepe Pulla. -Un seco de pollo, por favor.- Mientras como voy pensando en el amor de Jose María y Corina. Me pregunto si en estos tiempos de humo es posible encontrar algo así. Esa conexión incorruptible entre dos almas. Ese cariño tan fuerte que no permite la supervivencia de una de las partes si la otra falta. Esa alegría convicta de saberse acompañado. Conscientemente me niego a reconocerlo, pero me gustaría encontrar una Corita. Debe ser la tensión de las baldosas que me hace pensar en eso. O tal vez no. Salgo de la fonda. Tomo el bus que me trajo pero esta vez en sentido contrario. Me quedo callado durante todo el trayecto. En la Morán Valverde me bajo. Parezco un zombi. Me acerco al parque de la pileta. Busco un árbol lo suficientemente alto. Saco lo más cortopunzante que hallé en mi mochila: Un esfero bic de punta gruesa. Me acerco al árbol. Pienso en Velasco Ibarra y su triste amor. Dibujo un corazón que mas bien parece hígado. No pueden culparme, nunca he hecho esto. Ni siquiera se bien por qué lo hago ahora. Tardo en terminar mi obra de arte. Luego me acuesto y me quedo mirando al cielo. Nadie entenderá, cuando pase junto al árbol, por qué ese corazón no tiene nombres.


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